Guapos, machos y compadritos
En el fondo del barrio, cuando todos duermen, la noche llama a la venganza; un robo esconde una traición. Los amoríos entre vecinos terminan en la comisaría.
¡Ayudaaaaa! Samanta dormía, las voces en el sueño le parecieron tan reales. Las voces callaron. ¿O se durmió? ¡Ayúdenme!, ¡aah!, ¡aah!, ¡ayúdenme! Abrió los ojos. “¿Lo escuché o lo soñé?”, se preguntó. Prestó atención… un golpe y de nuevo: ¡ayúdenme! Se levantó, se vistió rápido y despertó a su papá.
—Pá, hay gritos afuera.
—Eh, ¿qué pasa? — le preguntó Juan entre dormido.
—Escuchá, hay gritos —insistió Samanta.
—Parece Ignacio, quédate acá, no salgas. —Salió de la cama y se arrimó a la puerta para acertar la dirección de los gritos, sí, esa es la voz de Ignacio, se convenció. La casa de su vecino era un barullo de golpes y gritos.
— ¿Así te vas a ir? —Le preguntó Marcos a su papá —; tomá el machete.
—No, alcánzame ese fierro—, dijo Juan. Además de un arma necesitaba un bastón que sostuviera su metro ochenta de altura. La prótesis rota en su pierna lo dejó rengo para siempre.
En la habitación Zulema dormía, pero el griterío logró despertarla. Samanta atajó a su mamá antes de que saliera al oscuro y le contó todo el lío de afuera. Juntas formularon hipótesis: “¿se habrá peleado con la mujer?, ¿estará borracho?”
—Tu papá, ¿Dónde fue?—, preguntó Zulema.
La perra mestiza ladraba furiosa, no se despegaba de Juan, esperaba sus órdenes para atacar. Juan había tirado al piso al ladrón y se le montó encima, nadie supo cómo. Él evitaba pegarle con los puños. Su juventud de arado y fragua habían convertido sus manos en dos guantes de acero. No llegó a ser profesional, pero el boxeo amateur y sus riñas con la alemanada en los bailes le previnieron de no volver a dejar a nadie más con la mandíbula rota.
Cuando Samanta llegó al terreno del fondo su papá estaba montado sobre el ladrón, Morena tiraba tarascones sobre el infeliz, Marcos esperaba órdenes y Zulema se quedó parada en un rincón, seguía confundida, no entendía qué pasaba. Samanta se aseguraba que su mamá no avanzara más de la cuenta, no quería torpezas ni sustos innecesarios. Suficiente tenía con los picos de presión que cada tanto la dejaban internada y a ella puteando.
—Alcánzame ese ladrillo —ordenó Juan; de la montaña Marcos tomó el primero que encontró. Impactó en la cabeza del hombre y el ladrillo se partió en dos, Juan pidió otro, ese también lo rompió.
En la noche sólo se divisaban siluetas. Se escuchaba un ruido de voces y ladridos. Las pocas casas de la cuadra regalaban manchones de luz a las calles y a los pastizales de los terrenos baldíos. En verano la oscuridad permitía un festival de luciérnagas que entretenía a los chicos por largo rato, pero ahora era invierno o quizá otoño. Nadie lo recordaría.
Alguien alcanzó una linterna. Alumbraron al ladrón, la sangre en su cabeza obligó a Juan a no intentar más con los ladrillos, no podía pegar con los puños, pero tampoco abrirle la cabeza. Dejó de pegarle, el herido estaba boca abajo, la manos en la espalda, inmovilizado. No logró escapar.
Juan era un hombre respetado, de una sola palabra, quizá hasta temido, pero fue un hombre de códigos, derecho. Antes del casamiento visitaba a su novia, al llegar a la casa sacaba de su cintura el revólver, lo descargaba y se lo daba en la mano a su suegra, al finalizar la visita se despedía, tomaba su arma y la guardaba. Más tarde, con la pierna rota se reiría al confesar que siempre llevaba dos armas, uno más en la botamanga, por si acaso.
—Don Juan no le pegue, es Coco, déjelo que me lo llevo a casa —Magalí la vecina de la esquina venía a rescatar a su marido. Todos se miraron sorprendidos, nadie se dio cuenta que el ladrón era otro vecino. Coco estaba borracho, cuando escuchó a su mujer empezó a balbucear y a forcejear para soltarse. Samanta estaba atenta con un palo en la mano, no era de pelear y menos de golpear, pero si tenía que hacerlo, no iba a dudar. Le medía cada movimiento a la vecina que forcejeaba para llevarse a su marido.
Llegó un patrullero, los policías intentaban entender: las excusas de la vecina, las suplicas de Coco, la explicación de Ignacio y el relato de Juan. Luego de escuchar a todos esposaron a Coco que empezó a forcejear y a empujones lograron subirlo al patrullero. Juan se ofreció a ir a la comisaria. Los policías lo miraron y le dijeron: “Don, usted está en pelotas”, cuando salió de la cama estaba en remera y calzoncillos. Samanta corrió rápido a buscarle un pantalón.
Coco entró a la casa de Ignacio a robar, junto con otro que se escapó. Juan escuchó los gritos y salió. Cuando lograron detenerlo Coco se tropezó con una viga y se cayó en la montaña de ladrillos, por eso tenía sangre en la cabeza. Esa es la versión que Juan necesitaba sostener, no sea cosa que al él también quisieran llevarlo preso y todo por ayudar a un vecino.
Samanta soltó el palo que había agarrado por la dudas y que sostuvo todo tiempo. Marcos no se despegaba de su papá, mientras que Ignacio fue a la comisaría a declarar. A las seis de la mañana regresó a su casa.
Coco era jetón, parecía un gallito de riña, pero le faltaban espuelas para una agarrada de ley, pero borracho se animaba, se iba al humo, no medía. Esa noche lleno de furia buscó un cómplice y fue a sacarse la bronca cuando se enteró que Ignacio visitaba a escondidas a su mujer. Era un dos por uno perfecto, paliza y robo. Él recibió la paliza por afano.