Negro, el perro secuestrado que fue liberado por su dueño a punta de machete.
El perro fue victima de una venganza contra su dueño, él ideó un plan con armas para liberarlo, en pocos segundos, de sus captores.
Carlitos fue de visita a lo su tío y Negro no estaba, no aparecía, ese perro que Juan encontró en la calle lleno de sarna, que era cuero herido, que ni pestañas tenía, ese mismo que curó a puro aceite quemado y azufre.
— ¿Qué hacemos?— Se preguntó Juan y le preguntó a su sobrino—.Yo sé dónde está y quién lo tiene. ¡Qué hijo de puta!, se hace el pelotudo, pero yo escuché los ladridos.
Juan se paraba en la puerta de entrada del hotel familiar que comandaba con un rebenque en la mano y Negro al lado, tomaba mate tranquilo, todos en el barrio sabían que con sólo una mirada el centinela atacaba.
— ¿Qué hacemos?—, le volvió a preguntar a Carlitos.
—Le rompemos la puerta y se lo sacamos—, se entusiasmaba su sobrino. Con los años confesaría que a ese tipo de cagadas se le animaba porque quería ser tan guapo como su tío.
—Bueno, llevo a los nenes a lo de tu mamá, cargamos el acoplado y nos vamos rajando a Ezeiza—, dijo Juan mientras se rascaba la barba larga poco convencido de la idea. El acoplado estaba hasta la jeta. Eran los ocho de la mañana, Juan no estaba seguro, la disputa con su patrón lo dejaba con la suerte mal acomodada y una prefabricada para instalar en un terreno con el pastizal hasta la cintura.
— ¿Qué hacemos?— no sé, contestó el barbudo, miró a Carlitos que le sostuvo la pregunta con los ojos. Al segundo le respondió con una pregunta: ¿Te animas a llevar el 32?, yo voy con el machete. Agarró un pisón de cemento y salieron. Puuuuuum, el estruendo sonó a un tiro, rompieron la puerta con el pisón. Carlitos apuntó con el 32 y Juan le puso el machete en el cuello al captor, levantó la cabeza y ahí estaba su perro.
—Negro, vamos…