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Un Podio Para La Perdedora

Un podio para la perdedora

Lo peor de ser buena es que nunca sos demasiado buena.

Nunca estuve en el podio. Bueno, si, una vez y sólo una vez. Cuando terminé la primaria fui escolta de la bandera, fui suplente porque a Natalia le bajó la presión y yo estaba ahí para un reemplazo ejemplar. En realidad porque merecía alguna vez ese lugar pero siempre estaba la que tenía mejor promedio que yo. Nunca entré al grupo de las nerds aunque era parte de ellas. De las mejores del curso yo era la uno, dos, tres… cinco. Había armado mi propia tabla de posiciones: primero estaban las que siempre se sacaban diez en todas materias, luego seguían las que casi siempre se sacaban diez en todas las materias, las que se sacaban nueve y yo que tenía un popurrí de ocho, nueve y diez.

Era parte del grupo, pero no del podio. Siempre en la puerta, con un pie adentro y otro afuera. Con 12 años cursaba noveno año del fallido polimodal. Lucía, Natalia y yo estábamos “adelantadas”. Así se llamaba a los alumnos que habían sido promovidos de año antes de finalizar el ciclo lectivo, ejemplo: yo cursé cuarto grado un mes y me pasaron a quinto. El mérito fue terminar de escribir antes que el resto y quedarme quietita en el banco hasta que todo el resto de mis compañeros termine. Suficiente para llamar a papá y decirle que yo estaba para más, para quinto grado y no cuarto. No recuerdo haber hecho algo extraordinario. Ahora que lo pienso (es la frase que más uso en terapia) la ansiedad me hizo pasar de grado, sonrío. No fue así. Era buena. Tanto que estudiaba en clase mientras le tocaba a otro pasar al frente a dar los orales pero no estaba en el podio.

A la semana siguiente compartí el aula de quinto con Samuel, mi hermano mayor, no había más grados, nos tocaba estar juntos. Eso se repetiría en la secundaria. Ambos aprendimos a estar juntos pero separados, él con sus amigos, yo con los míos. Por suerte no éramos los únicos hermanos no mellizos adentro de un aula.

Los chicos adelantados, algunos hasta dos años, no pasaban a la secundaria, debían repetir el año. Tenía que hacer noveno dos veces. ¿Y entonces para qué me adelantan?, ¡qué embole hacer dos veces el mismo grado! Les repetía a mis viejos cada vez que se acercaba fin de año escolar. Imaginé que así se sentía un chico que había repetido, con la idea del aburrimiento durante un año.
“Si no van a pasar de grado que armen un plan de estudios para ellos en el que vayan y participen de las sesiones del concejo deliberante, aprendan a armar proyectos…”; papá había planificado todo mi año académico sin aburrimiento. La respuesta de la directora fue: “no está madura para pasar de año”. Ahí se armó tiro, lío y cosha golda. Hasta la inspectora distrital tuvo que intervenir. Esa señora gorda, de anteojos grandes, rodete canoso y aspecto de mala nos tomó examen de matemáticas y lengua. Nota ocho. La decisión fue esconder mi boletín de calificaciones para evitar que pase de año.

Para navidad la denuncia ya estaba presentada. El colegio, el Consejo Escolar y la dirección general de Educación y Cultura estaban a las corridas como hormiguero antes de la lluvia. Papá se reía. Antes del brindís la súplica llegó por teléfono, las vacaciones interrumpidas era la bandera blanca de la tregua. La inspectora necesitaba que baje la denuncia, su carrera estaba por arruinarse, pero ella volvería en canoa si es preciso desde Mar del Plata. Su firma arreglaba todo. Papá reía más fuerte. “Voy a ser la sombra negra que le pise los zapatos”, la había amenazado y cumplió.

Yo no quería estudiar, no me interesaba. Que entonces estudie peluquería. No me gustaba. No iba a estudiar, no quería, no era para mí. Yo ya lo sabía, a nadie le gusta estudiar, por eso te obligan. Eligieron por mí.

Con pase, escuela nueva, doble turno, mi título sería el de Maestro Mayor de Obras y una carrera de Ingeniería para la chica adelantada. Mi orgullo fue terminar la secundaria con 16 años y ninguna materia a marzo. El podio nunca llegó, en primer año hasta me   había llevado dos materias, imposible pero real. Nunca más volví al grupo de las nerds, aunque mi mejor amiga lo es, aunque seguía haciéndole la tarea a mi hermano y a otros compañeros.

Sin podio ya podía empezar con los síntomas de rebeldía. En el hueco previo a la escalera que llevaba a planta baja me juntaba con los pibes bardos a fumar. A los 14 años ya fumaba a escondidas. El baño de mujeres no me gustaba para esconderme, la evidencia se rastreaba a metros. No debía regalarme.

Al año siguiente ya me sumé al equipo que se enfrentaba a las “chetas”. La pica crecía. Ya no era parte de las nerds, pero me sentaba con ellas. Ahora pasaba más tiempo con las picantes mientras las paradas en el hueco a fumar eran más largas. No me drogaba (a parte del pucho), no tomaba, no había tenido sexo y ni siquiera me había rateado, pero ya no era parte de las nerds.

Ser escolta, abanderada o el mejor promedio fue inalcanzable, imposible. El podio cada vez más lejano y menos deseado. El mal humor y la cara de culo empezaban a regirse como parte de mi identidad. Mi fin de cursada fue con todas las materias adentro y un grafiti enorme: “Sami”. Supe que me descubrirían, era la única Samanta de la escuela. Volví de inmediato e improvisé una enmienda “samitano”. Imploré en silencio atrás del profesor que descubrió las letras gigantes hechas con fibrón indeleble en la pared recién pintada. No me descubrieron. No tuvieron pruebas, pero tampoco dudas de que podría haber sido yo. Éramos tres en toda la escuela en un día de paro.

A mitad de camino, ni rebelde ni sumisa, ni genio ni fiasco. Una tibia. No hay podio para los perdedores, pero si olvido quizás por eso necesito escribir.

Samanta Matzke

Samanta Matzke

Samanta Matzke es periodista y escritora, especializada en comunicación para organizaciones públicas, historias de periferia, cultura y política.
Nació en Buenos Aires en 1985, se crió en Ezeiza cuando el tercer cordón del conurbano bonaerense todavía era rural.

Fundó, junto a sus compañeros de secundaria, y llevó adelante la radio de la escuela: "FM La Técnica", ese día a sus 16 años decidió ser periodista. Estudió licenciatura en Periodismo en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ).

Trabaja, desde el 2014, en el área de prensa y comunicación del Instituto Nacional de Juventudes (INJUVE) por lo que se especializó en Comunicación 360 para organizaciones públicas en la Universidad Nacional Guillermo Brown (UNaB). Es estudiante avanzada de la maestría en Periodismo Narrativo de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).

Es autora de "El lugar de las palabras escritas", libro de relatos cortos.

Trabaja como columnista de historias de periferia en "Y se nos vino la noche", magazine nocturno en Fm Radio Cristal.

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