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Ezeiza Bien Al Sur.

Ezeiza bien al sur.

Del campo sólo quedó el sonido y un rumor de carros tirados por caballos. El cemento se llevó el color, a los viejos, las horas de en la vereda, los bichitos de luz y las guerras de agua en el carnaval.

 

Los domingos a las diez de la mañana los parlantes en las casas de los vecinos ya retumban desde las ocho. Dos horas antes los zorzales confunden el despertar en el barrio con un amanecer en el campo. ¿Será el canto de los gallos o los pollitos que se roba un perro por pura maldad lo que la mantiene en zona periurbana? Ezeiza perdió baldíos, caballos intrusos comiéndose huertas ajenas, los pies descalzos en la polvareda caliente de verano y las anguilas escurridizas en el arroyo. La cambió el cemento.

Mates, churros, pan con manteca o alguna factura, y el día arranca. Los aplausos del otro lado del portón anuncian: “¡Gentee!”. “Doña, ¿le corto un poco el pasto?”. Las veredas amontonan los silbidos de las desmalezadoras. El sol cerca de las doce ya quema en las cabezas. A esa hora pasan los primeros nenes por la calle camino al kiosco a comprar las birras que los padres les pidieron. 

“¡Truco!”, se escucha fuerte y claro. La timba pone alegre y en vela a un grupo de hombres por manzana. Amanecidos, con resaca y envalentonados. El humo después del mediodía anuncia el almuerzo para la merienda. Todo lo que se cocina en la parrilla es asado. El chinchulín es asado, pata muslo y alita de pollo es asado, chorizo es asado. Decirle asado es esquivar la pobreza, la falta.

 “Tomá, andá a comprar otra cerveza”, le dice el recién llegado al hijo del dueño de casa. El pibe apura el paso con algún hermanito, sabe que una golosina puede ligar del vuelto, más la propina por la tarea realizada. Las birras se mandan a comprar de a una. En dos tragos la botella está vacía y los chicos vuelven a la calle.

El fuego se hace lento, sin apuros, quizás a las tres de la tarde ya estén los primeros choris. Ilari-lari-lari-é / oh-oh-oh. Aquí está, aquí llegó tu pochoclero amigo, trayéndote las ricas garrapiñadas, copos de nieve, maníes con cáscara y el rico pochoclo casero. Todo rico, todo rico y baratito, suena el parlante del pochoclero hace veinte años. Nunca cambió el spot, pero sí de vehículo: Renault 4, moto con carrito, o un viejo Citroën. ¿Serán los mismos dueños? ¿Es una franquicia? ¿Son de Ezeiza? Nadie sabe, en realidad nadie pregunta.

Chamamé de los Hermanos Barrios, chacarera de Los Manseros Santiagueños, polka paraguaya, cachaca, el programa de radio en la que hablan mitad guaraní mitad castellano y Leo Mattioli a morir, suenan en una misma cuadra. Así los paisanos se reconocen y se juntan. El sol fuerte de verano obliga a esperar el atardecer a puro patio y tereré bajo las sombras de los árboles. Tereré, música y “¡Quiero retruco!”.

—Che, ¿y esos gritos? Hoy no juega Suárez —pregunta el futbolero.

—Son los bolivianos que están jugando su torneo —contesta el otro que ya estuvo dando la vuelta al perro desde hace un rato y los vio.

—¿A esta hora en el rayo del sol? ¡Están locos!

Autos, cajones de cerveza, puestos de comida y camisetas multicolores renuevan el ritual del encuentro cada fin de semana.

Cuando a Tristán Suárez le toca partido de local la policía corta la calle y pone vallas. El Club suspende todas las actividades. Cada fin de año los hinchas rezaban para que, por fin, ascendieran a la Primera B. Eso pasó en pandemia, casi irreal. Lo real es el grito de gol que retumba a veinte cuadras a la redonda. 

También se escucha claro y ensordecedor a “la Chanchita”. La trae el viento norte, ¿o el sur? Y deja al borde de la cama la bocina de la locomotora diesel que va desde Cañuelas hasta la estación de Ezeiza. Esa que fue un tren lechero que llevaba sus productos desde La Martona en Vicente Casares hasta Constitución. En Suárez, La Tarantela fue por mucho tiempo paredes abandonadas, antes, mucho antes, una usina láctea, muchos no llegaron a verla.

Dalila, Damas Gratis y algún reguetón vuelven a todo volumen cuando el almuerzo ya se pone en modo siesta, los más chicos vuelven a la pelopincho y los no tan grandes salen a juntarse. Las veredas lucen el pasto recién cortado, pero es por prolijidad nomás. Nadie las usa, la calle en Ezeiza es para peatones, bicicletas, autos, perros.

Los bosques, el Aeropuerto, la masacre de Ezeiza, los countries. Maradona, Antonio Ríos, Cobos y hasta una quinta de Luis Miguel como vecinos. El predio de la AFA, el olor inmundo de los pollos de Rasic, la Ricchieri, el Centro Atómico y el campo que se perdió. Las gallinas en pocos patios; algunos caballos de los cartoneros; el lechero que, impuntual como siempre, pasa con sus tarros de acero inoxidable: “¡Lecheroooo!”; y doña Zulema, cuando sale en camisón con una botella de gaseosa a buscar la leche cruda que fue ordeñada al canto de los zorzales, le dan a Ezeiza un amanecer como en el campo.

Samanta Matzke

Samanta Matzke

Samanta Matzke es periodista y escritora, especializada en comunicación para organizaciones públicas, historias de periferia, cultura y política.
Nació en Buenos Aires en 1985, se crió en Ezeiza cuando el tercer cordón del conurbano bonaerense todavía era rural.

Fundó, junto a sus compañeros de secundaria, y llevó adelante la radio de la escuela: "FM La Técnica", ese día a sus 16 años decidió ser periodista. Estudió licenciatura en Periodismo en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ).

Trabaja, desde el 2014, en el área de prensa y comunicación del Instituto Nacional de Juventudes (INJUVE) por lo que se especializó en Comunicación 360 para organizaciones públicas en la Universidad Nacional Guillermo Brown (UNaB). Es estudiante avanzada de la maestría en Periodismo Narrativo de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).

Es autora de "El lugar de las palabras escritas", libro de relatos cortos.

Trabaja como columnista de historias de periferia en "Y se nos vino la noche", magazine nocturno en Fm Radio Cristal.

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