Historias sobre aviones de papel
¿Jugar o hacer la tarea? ¿Se puede escribir sobre todo? ¿Cómo se escribe una crónica sobre una no noticia? Te invito a descubrir cómo nos enseñan a escribir no ficción en la Maestrías de Periodismo Narrativo de UNSAM.
El profesor pidió tres hojas a los veinticinco estudiantes que estábamos en la clase virtual. Caras desencajadas. Incógnita. ¿Pueden ser hojas rayadas?, preguntó uno de nosotros. ¿Estás pueden ser?, Stephi alzó su cuaderno espiralado A3 frente a la cámara. Que sea un poco más grande le contestó Cicco.
La Consigna: hacer tres aviones de papel, diferentes modelos y tamaños. ¿Cómo?, ¿tres modelos distintos?, yo sólo sé uno, pensé. Traté de recordar cómo los hacían mis compañeros en la escuela. Entré en pánico, me sentí en una prueba sorpresa, pero de tres hojas. Ahí no terminaba todo, había que escribir, tomar nota, registrar los movimientos, los detalles, mirar el chat y estar atento a todo. Silencio. Después ruido, todos doblaban, estaban concentrados. ¿Volará? Me pregunté mientras intentaba que el segundo avión me saliera distinto al primero. “Me está re costando este momento”, me acordé del sticker de Whatsapp donde una nena está haciendo la tarea con cara de sufrimiento y tiene está leyenda escrita. Sonreí.
La flota de 75 avioncitos de papel de la cohorte 2020 del seminario de crónica III estaba lista para el vuelo de bautismo. Todos arriba, nuestras caras desaparecieron de la pantalla, quedaron las sillas vacías, los mates y el profe que esperaba el regreso. La carrera al Gran Premio Pulqui por una crónica independiente, soberana y justa, empezaba.
“Me deprimí”, escribió Abril en el chat del zoom, la prueba de clasificación dejó heridos. La pole position fue para Nicolás Turdera y su Punta de Flecha, un avión con doble flap que desde el fondo “logró atravesar el arco de la habitación, pasó por el pasillo hasta la pieza de Olivia”. Un profesional. Su avioncito era moderno, robusto, soberbio, un trabajo de ingeniería, ese corte en el dobles principal de la hoja antes de que termine la cola del avión fue el truco envidia de todos.
Antes del vuelo final los aviones que más lejos llegaron pasaron a boxes por chapa y pintura. “Pónganle onda a los dibujitos”, pidió Cicco. No hay épica sin estética. Pinté con fibrón flúor las alas de la “Porteñita” y le agregué una cuota de fe, mi avión sólo se desplazó dos metros.
Algunos se la ingeniaron solos, otros buscaron ayuda: Fernando fue directo a un tutorial de YouTube, Mariana confió en la pericia de su hermana arquitecta, otros buscaron en la memoria como Cindy que hizo su avioncito tratando de recordar cómo los hacía su hermano, Stephi también pensó en el tutorial y aunque nadie podía descubrirla le dio vergüenza hacerlo.
Yo tenía un podio tentativo, mientras rogaba que el mío no se estrellara antes de tiempo, que volara algo, un poquito nomás. El ranking lo encabezaban Nico y su doble Flap, Meli que estaba defendiendo su título de campeona nacional con “Lava”, y Luciano con “Cumbancha” fiel discípulo de su amigo Pablo, el mejor de la clase en avioncitos de papel. Una bandera a cuadros se agitaba en el aire: Nico se preparó en la terraza y tiró a punta de flecha que atravesó las ramas de un árbol y el viento lo llevó un a un choque directo contra un auto. Ahí quedó su vuelo glorioso, bajo las ruedas. Meli no se dejó ganar por la ansiedad, examinó al viento, estudió su entorno antes de tirar, su avión avanzó cincuenta metros y cayó al balcón de un vecino. La aeronave de Melisa se llama Lava en honor a los volcanes de su ciudad natal, la que extraña, a la que desea volver. Su avión se trasladó unos metros, pero ella seguro llegó hasta su casa.
Me asomé a la ventana del comedor que daba al jardín, apunté alto, al cielo, lo tiré con fuerza, el avión giró sobre sí mismo, pegó contra el postigón de la ventana y cayó en picada adelante de la higuera, y quedó acostado, planchado, luciendo sus rayas de resaltadores fluór, más tarde Bruno, el perrito de mi hermano, lo destruiría.